Monday, February 15, 2010

En el canturreo de las frivolidades

«El cuerpo social condiciona el modo en que percibimos el cuerpo físico. La experiencia física del cuerpo, modificada siempre por las categorías sociales a través de las cuales conocemos, mantiene a su vez una determinada visión de la sociedad»: Mary Douglas [1970: Símbolos naturales: exploraciones en cosmología. Alianza Universidad. Madrid: Alianza Editorial].

Un día ya el cuerpo no da para más.
El cuerpo no responde, por más atractivo y saludable
que haya sido, a todo lo que queremos que haga
(siendo como fue nuestro siervo); el cuerpo nos dice
como su último gesto suplicante, «vive ya por espíritu,
dáme amor de otra Fuente. Me cansé de ser simio,
carapacho tapachín. Si tú no me descansas,
yo mismo me descanso».

El cuerpo, como todo, quiere espiritualizarse,
una sonrisa que no nazca de la carne,
cortesía que no esté determinada
por el cuerpo social, por las ideologías,
por lo que dicen las telenovelas, la moda,
la hipocresía dominguera de quien tertulia
a expensas de la nalga, la barriga
o el estómago lleno. O ese Santo Pito
o esa Sacratísima Vulva que tenemos
como insanciable saciada de los Quintos Cielos.

Los inmaduros se las pasan en el canturreo
de las frivolidades; utilizando voces melifluas
o melodramáticas son como las vecindinas
de quinto patio, como políticos de barricada
en tiempos de elecciones.
Sacan el ego afuera al primer indicio
de que alguien escucha. Se ponen a lloriquear
con su sicología de simios y, por eso, los poetas
estamos hasta el asco. Ya nos cansa ser de esos
románticos intimistas siempre hablando
sobre el despecho, el cuerno, el abandono,
el amor y el desamor, las pendejadas
de Paquita la del Barrio o la Leona Dormida
que luego se arrepiente. La ausencia.
El deseo de seguir queriendo con pasión
el energúmeno, que no se quiere ni a él mismo,
¿qué va a querer a él / o ella? No quiere a nadie
y uno, llorando por su abrazo, por su olor
a mierda seca, o a güevo caliente.

Lo que yo he sacado en claro es que,
si uno no es tan tonto como cree (y, conste...
que siempre somos tontos), uno tiene que oír
con amor al cuerpo, a ese obediente cargador
de nuestros huesos, a ese mulo que nos lleva
el alma para un lado y para el otro.
Lo único fiel que no nos vuelve jalea
ni residuo.

Cuando yo lo oigo pidiendo la migajita de amor
que le toca, lo hago copartícipe de mis nuevos temarios,
como si fuera un perro fiel, de esos que llaman
el amigo del hombre, y le digo, sincerándome:
«Oh, cuerpo mío, no vale la pena enojarse
(si no hay paciencia, uno sufre el doble),
no me interesa el chisme, ya me divertí mucho
y no me acuerdo de ninguno, seguramente
fueron una tontada, como los chistes malos.
No me interesa más
la emotividad de las cosas baladíes
(¡dejémosle eso a los guionistas de las telenovelas
y la violencia emocional, a las villanas,
con detalles de todo el escarnio, o la maña
de tirarse del cabello y ponernos los pelos de punta).
Y dejésmosle las patadas y trompadas a los muchachos
de las pandillas, aunque el mundo es tan cobarde
en estos tiempos que se mata ya con armas largas,
armas químicas, drogas o medicamentos.

Tú lo que necesitas es un poquito de amor.
Descansa: no quiero hablarte sobre celos
ni cómo manejar la tensión con el sexo
(total tú eres quien agitas el riñón y vacías la dopamina,
tú eres la hormona, oxitonador; eres el que te quejas...
yo tengo mucho apetito todavía, pero te voy
a dar otras formas hermosas, de las que no abundan
en el mundo, te voy a dar sonidos que no se pueden
exprimir en la cama, fingiendo orgasmos
o canturreando fruslerías.
Voy a tratarte, Rocinante,
como si fueras un dios, una deidad
que no baja a divertirse con las mediocridades,
que no pide peras a los olmos,
que no gusta de la lepra de lo vano
ni se ocupa de las estúpidas cosas del Establecimiento.
Te voy a hablar sobre lo poquito he aprendido
estando sin tí, pero contigo.
Toma, bebe, escucha este poquito de esencia

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